Ayer
disfruté en el cine, y hacía tiempo que esto no sucedía. Demasiado tiempo, por
desgracia. Durante meses he asistido a la proyección de inquietantes thrillers,
trepidantes cintas de acción, un musical y una aventura espacial. Aquellas
películas me entretuvieron, me hicieron desconectar y me trasladaron a mundos
increíbles. Aquellas películas me gustaron (salvo dos, que yo recuerde), y
negarlo sería faltar a la verdad. Como también mentiría si dijese que después
no dieron pie a interesantes reflexiones, comentarios y discusiones en torno a
su trama (excepto en un par de ellas).
¿Entonces qué diferencia hay respecto al día de ayer? Que en este caso no me refiero a una película concreta. Ayer
disfruté del propio ambiente de la sala, y hacía tiempo que esto no sucedía. ¿Qué quiero
decir? Me refiero a que he sido testigo in situ de por qué merece la pena
acudir al cine en lugar de encender la televisión, abrir la ranura del DVD e
introducir un disco (en el mejor de los casos). A mi alrededor se ha
desarrollado un espectáculo asombroso, que me ha hecho redescubrir por qué los
hermanos Lumiére proyectaban aquellas primerizas cintas ante cientos de
espectadores, y no en una humilde habitación reservada a unos pocos elegidos. He
visto la magia, y me he dejado drogar por su misterioso aroma, que ha envuelto
la sala del cine como quien envuelve un regalo por Navidad. Concretemos un
poco.
La sesión
de 19:00 exhibía un título que resultará curioso, “Monstruos University”, un filme de animación. Contra todo
pronóstico, se sobrepuso a nuestro plan originario de ver “El hombre de acero” por una serie de causas que no merece la pena
relatar. Redactar ahora un análisis de la película estaría fuera de lugar,
puesto que solo distraería del mensaje que quiero transmitir. Es decir, sería
mear fuera del tiesto e irse por los cerros de Úbeda, puesto que por ahí no van
los tiros. Tan solo comentaré que es un filme tierno, alegre y divertido, que
realza valores como la amistad y la perseverancia. Muy recomendable para niños
(y adultos, puesto que estaba yo).
Entramos
a la sala un poco tarde por razones que, nuevamente, no vienen al caso. En
medio de la oscuridad observé que apenas quedaban butacas vacías. Estaba todo
lleno, abarrotado. “Por aquí” nos señaló la acomodadora sosteniendo una
linterna. Creo que la llevaba encendida, aunque de lo contrario no habría
habido mucha diferencia. Avanzamos detrás de ella, en fila india. “Perdón,
disculpe, lo siento, buenas tardes” comento mientras logro abrirme paso entre
los espectadores. Como la mayoría no mide más de 1.30, no resulta complicado.
Por fin nos sentamos, en unas butacas que no se correspondían con nuestra
localidad pero que ofrecen mejor visión de la pantalla, puesto que no hace
falta girar la cabeza en ángulos de 90 grados ni alzar la vista por encima de
cabezas estratosféricas. Afortunadamente
aún no había comenzado la película. Benditos tráileres.
Y
entonces destaparon el frasco, y brotó la magia. Sus polvos se esparcieron por
la sala, despacio y con suavidad, flotando, y sutilmente embriagaron a los allí
presentes. A mí el primero. Finaliza una secuencia; fundido en negro. Un
infante que aún poseería todos los dientes de leche vuelve la cabeza hacia su
madre y exclama: “¡Mamá! ¡No veo nada!”. Es curioso, yo pensé lo mismo. Como
también adivinó mis pensamientos un niño que comentó: “¡Zas! En toda la boca”
después de que el antagonista fuese derrotado en una batalla verbal. A este ya
se le habrían caído varios dientes de leche. La sala entera se desternilló en
aquel instante, más a causa del improvisado comentario que por la secuencia en sí. “¿Le has oído?”
murmuró otro a su compañero.
Entonces,
acusé haber visto demasiadas películas. A mi mente vino Yoda, y me lo imaginé
en “El ataque de los clones”
diciéndole a Obi-Wan Kenobi: “Maravillosa la mente de un niño es”. Nunca estuve más de acuerdo. Sin embargo, aún
quedaban más sorpresas. Y lo mejor se reservó para el final, como en las
grandes faenas. Terminó la película. No recuerdo cómo, porque ya no aparecen
las letras “The End” como anteriormente. Si sé que después entraron en escena
los títulos de crédito. Y entonces, el público comenzó a aplaudir. Uno tras
otro, rabiosamente, con ansia. Fue un batir de palmas estremecedor. No
aplaudían un regate futbolístico, ni una verónica taurina, ni tampoco una
interpretación musical. No aplaudían a un futbolista, ni a un torero, ni a un
director de orquesta. No aplaudían a una persona, porque allí no había persona
a la que aplaudir. ¿Qué aplaudían entonces? Tan solo celebraban que les había
gustado la película. Ya está. Querían que el individuo de tres filas más
adelante se enterase de que han vivido dos horas maravillosas. Con eso les
bastaba. Yo también empecé a aplaudir, y recordé que años atrás, cuando medía
1,30 y tenía todos los dientes de leche, también batía mis palmas alto y claro
con el único propósito de decir: “Benditas dos horas”.