Año: 2019
Director: Roy Anderson
Reparto: Martin Serner, Jessica Louthander, Tatiana Delaunay, Anders Hellström, Jan-Eje Ferling, Thore Flygel, Stefan Karlsson
País: Suecia
Duración: 76 min
Género: Drama
Puntuación: **** (Muy buena)
Sinopsis
Inspirada en el cuento de "Las mil y una noches", la celebrada colección de historias de oriente medio y de historia india, la película busca ser una yuxtaposición de las distintas etapas que un ser humano atraviesa en la vida. Desde los momentos más preciosos de la existencia hasta el despertar intelectual que nos lleva a tratar de guardar la vida como un tesoro y a compartirla con aquellos a los que amamos. [Filmaffinity]
Análisis
«Sobre lo infinito» es una colección de estampas, una ventana para aproximarse a la vida cotidiana de estos hombres y mujeres. Como meros observadores, desde la distancia, accedemos a sus más íntimos pensamientos, nos hacemos cargos de sus dudas, celebramos sus alegrías y nos duele su sufrimiento. Apenas se repiten un par de personajes y escasean las estampas con una nítida relación entre sí, pero el sentido de la vida y la trascendencia colean por todas ellas. En muchas ocasiones, incidiendo en lo absurdo de muchas situaciones humanas. Roy Anderson nos transforma en ángeles, invitándonos a contemplar desde el cielo la vida de decenas de personajes.
El director presenta una obra muy personal, que discurre sobre unos raíles pausados, ajenos al presente y a las prisas de este mundo. Desde la primera escena quedamos advertidos. Sus protagonistas nos dan la espalda -cual cuarta pared, observamos de lejos- y entre ellos reina el silencio. Observan el paisaje, están ajenos a nosotros y al mundo, y apenas se desprende un comentario. Anderson desea parar el tiempo, fotografiar un instante, una escena, una conversación, encapsularla y regalárnosla. Nos introduce en un mundo onírico y surrealista, donde caben épocas actuales y pasadas, vestuarios de hoy en día y más arcaicos, pero problemas eternos y universales. Dentistas de hoy, nazis en un búnker, adolescentes bailando junto a un bar, deportados a Siberia. Todo cabe.
La puesta en escena, de esta manera, juega un papel fundamental, muy logrado. Muy diferentes escenarios: restaurantes, vestíbulos de una estación, andenes de tren, carreteras rurales, consultas médicas, salones e iglesias, y en todos ellos el espacio no es baladí, se escoge un ángulo u otro, asfixia o libera a los personajes. Según su estado de ánimo, también se opta por una gama más fría o cálida de colores. Prima el frío, consecuencia de las dudas de fe, de la indiferencia, del duelo. Sorprende desde luego la elección de la cámara fija en todas las escenas. Cada estampa es un único plano, y cuanto recoge la cámara es siempre bajo el mismo encuadre, como esa foto fija inmortalizada e inamovible. Tan solo se desplaza la cámara cuando surcamos el cielo, aproximándose y desvelándonos a los dos amantes que lo surcan contemplando la ciudad. Los personajes, en la mayoría de las estampas, son precisamente el centro del relato. A ellos es a quienes la cámara fija sitúa en medio.
Por otra parte, entre todas las estampas de Anderson, hay hueco incluso para el humor, y se agradece. Por supuesto, es un humor sutil, muy absurdo en ocasiones, pero que -a modo de un sketch- supone una bocanada de aire fresco e incluso ejerce una correcta crítica social. Sobrevuela la tesis de un cínico egoísmo por culpa del cual nos desentendemos los demás, algo falla como sociedad, son relaciones de mero interés -económico en muchos casos-, despreocupados los unos de los otros. De alguna manera, aun a pesar del dramatismo, se respira cierto optimismo conforme avanza el relato; “¿No es fantástico de todos modos?”, pregunta uno de los personajes. Y aun así, uno puede no quedar satisfecho del todo en los títulos de crédito. Frente a los variopintos temas planteados por Anderson, no se ofrece -ni se quiere ofrecer- respuesta o solución alguna. Uno podría concluir que, aun siendo “fantástico”, efectivamente todo es absurdo y carece de sentido. Frente a ello, solo se propone la belleza, las estampas fotografiadas, los sueños.
El director presenta una obra muy personal, que discurre sobre unos raíles pausados, ajenos al presente y a las prisas de este mundo. Desde la primera escena quedamos advertidos. Sus protagonistas nos dan la espalda -cual cuarta pared, observamos de lejos- y entre ellos reina el silencio. Observan el paisaje, están ajenos a nosotros y al mundo, y apenas se desprende un comentario. Anderson desea parar el tiempo, fotografiar un instante, una escena, una conversación, encapsularla y regalárnosla. Nos introduce en un mundo onírico y surrealista, donde caben épocas actuales y pasadas, vestuarios de hoy en día y más arcaicos, pero problemas eternos y universales. Dentistas de hoy, nazis en un búnker, adolescentes bailando junto a un bar, deportados a Siberia. Todo cabe.
La puesta en escena, de esta manera, juega un papel fundamental, muy logrado. Muy diferentes escenarios: restaurantes, vestíbulos de una estación, andenes de tren, carreteras rurales, consultas médicas, salones e iglesias, y en todos ellos el espacio no es baladí, se escoge un ángulo u otro, asfixia o libera a los personajes. Según su estado de ánimo, también se opta por una gama más fría o cálida de colores. Prima el frío, consecuencia de las dudas de fe, de la indiferencia, del duelo. Sorprende desde luego la elección de la cámara fija en todas las escenas. Cada estampa es un único plano, y cuanto recoge la cámara es siempre bajo el mismo encuadre, como esa foto fija inmortalizada e inamovible. Tan solo se desplaza la cámara cuando surcamos el cielo, aproximándose y desvelándonos a los dos amantes que lo surcan contemplando la ciudad. Los personajes, en la mayoría de las estampas, son precisamente el centro del relato. A ellos es a quienes la cámara fija sitúa en medio.